Los sabores y olores de Italia que encantaron a una colombiana
Yo no sé como vine a parar a Italia. Me imagino que fue el subconsiente, ese que trabaja a escondidas y hace lo que quiere que se comunicó con la constelación…
…encargada de definir mi futuro y me mandó a cruzar los océanos para vivir en la tierra del spaghetti y la pizza.
Por: Piedad Granados / Corresponsal en Italia
De este país mediterráneo yo sabía muy poco, bueno, todavía sé muy poco, apenas estoy comenzando a escudriñar cada rincón buscando no sé que cosas, pero las pocas que he visto están logrando cautivar mi corazón.
Tengo que decir que Italia huele a historia, a moda, que su gastronomía tiene la capacidad de seducir cualquier paladar y su lenguaje es, desde todo punto de vista, encantador. Cuatro motivos suficientes para empezar a echar raíces en su suelo.
Un poco ignorante en el tema de la costumbres del mundo no tenía en mente que para los italianos el café es una cultura, un modo de vida. Desde muy pequeños alimentan ese amor por el café aunque, a diferencia de nosotros los colombianos, ellos prefieren una pequeña cantidad con un sabor tremendamente fuerte. Así acostumbraron su paladar y así, solo así, es el verdadero sabor del café para un italiano.
Precisamente por ahí empezó mi aventura gastronómica a muchos kilómetros de mi humilde patria. Esa bebida caliente y recargada que ellos disfrutan con tanto gusto obviamente no lo es para mí y por supuesto comencé a pensar en el resto de los platos. Unos huevitos rancheros al desayuno o un caldo de costilla el domingo en la mañana con una espumosa taza de chocolate aquí realmente es una idea loca. Ni modos de hablar del tamal. La «prima colazione» como se le llama al desayuno italiano es, por supuesto un café con leche acompañado de un croissant relleno de mermelada o chocolate. Bastante dulce comienza la jornada.
Mientras trataba de resignarme al nuevo hábito mañanero se abrió ante mis ojos la verdadera carta italiana. Obviamente la aventura comenzó por las pastas. Ellas tienen diferentes vestidos, nombres y características y poseen un encanto particular que seduce fácilmente a cualquier comensal: carbonara, arrabbiata, carrettiera y una cantidad infinita de términos ya forman parte de mi vocabulario culinario en cuanto a pastas se refiere.
Lo que no me imaginaba es que muchos de los productos de la tierrita que siempre rechacé como la berenjena, el calabacín, la alcachofa y hasta la zanahoria y que aquí están disfrazadas con otros nombres, también sedujeron mi paladar.
Definitivamente los paisanos de Da Vinci no solo tienen manos mágicas para la pizza y las pastas, sino que convierten cualquier ingrediente en una verdadera obra de arte que provoca con solo verla.
Lista a preparar las especialidades que encontré en la carta de los restaurantes, comencé el recorrido en búsqueda de los ingredientes para darle el toque italiano a mi mesa. Para mi sorpresa encontré en el supermercado, muy bien empacadita y atractiva, la carne de equino (caballo). Confieso que preferí obviar esta otra novedad y para tranquilidad de mi conciencia, he visto que no es consumida en forma masiva. Ni ésta, ni las demás carnes rojas son tan atractivas ante los ojos de los italianos, ellos más bien prefieren servir a la mesa una amplia gama de pescados y mariscos. Tampoco puede faltar el pan, una nutrida carta de quesos y jamones y un buen vino. Puedo finalizar este párrafo sin temor a equivocarme, afirmando que la cocina mediterranea además de deliciosa es una de las más saludables del mundo. Dicho esto empecé a entender porqué aquí la gente vive tantos años y con una salud envidiable.
Los ancianos son indiscutiblemente protagonistas del diario vivir. Aún me causa curiosidad encontrarme con abuelitas octogenarias absolutamente elegantes conduciendo su bicicleta por las estrechas calles con el mercado o la mascota en la canasta. Los hombres en edad de pensión prefieren reunirse en el bar a tomar el café o el vino. Será por eso que aveces se enredan en acaloradas discusiones (de fútbol o de política) que generalmente terminan en sonoras y escandalosas carcajadas. Aclaro que un bar es el lugar para beber el café y leer el periódico o simplemente tomar un aperitivo. El concepto es un poco distinto al lugar que frecuentamos en Colombia.
Italia es país de contrastes. Es tierra fértil para producir moda y por eso muchos de los diseños de alta costura que se exhiben en las grandes vitrinas del mundo nacieron aquí, pero es evidente que las huellas del pasado son imborrables y están impresas en cada esquina. Al principio me costó trabajo acomodarme a vivir en el presente sin pensar en que cada paso que doy está marcado por la herencia que dejó el gran imperio romano.
Cuando abro el cuaderno de las anécdotas que he pasado en Italia no puedo más que avergonzarme de haber vivido tanto tiempo con los ojos vendados ante tanta belleza pero sobre todo ante cosas que aunque parecen obvias, para mí no lo eran tanto.
Un día cualquiera dando un paseo por unas de esas hermosas plazas antiguas decoradas de historia, mi vejiga empezó a pedir pista. Como hubiera hecho cualquiera en mi lugar entré a un bar, pedí un café (americano) y busqué ese lugar privado para complacer mi necesidad. Cuando abrí la puerta del baño pensé que me había equivocado al encontrar un espacio blanco inmaculado, afortunadamente limpio, pero sin más que un hoyo en el piso. No tuve más opción y por supuesto mil pensamientos rondaron por mi cabeza, pero solo uno logró permanecer: estoy en el viejo continente, en ese paraiso lleno de historia que se niega a perder la escencia por la cual es tan atractivo a los ojos del mundo.
Encontrarme con esos escenarios tan distintos a los que había visto durante toda mi vida en Colombia, me hizo reflexionar sobre cómo nos habituamos a la modernidad y dejamos la historia en las páginas de los libros.
Completamente convencida de descubrir más sorpresas pensé en ir a Milán, a unos 50 kilómetros de donde vivo. Fue necesario tomar el tren, un antiguo y desgastado gusano de varios vagones que se tarda poco menos de una hora para llegar a la capital de la moda. Luego de arribar a la estación se puede tomar un autobus, el servicio metropolitano o el tranvía. Me decidí por este último solo por estar a tono con la edad de la ciudad mientras veía transitar a un lado y otro automóvil de altísima gama. El conjuro del momento indicaba lujo en exceso.
Ya en el centro de Milán justo al lado del Duomo, una de esas catedrales fantásticas que identifican a Italia, está «La Rinascente», el lugar donde la moda no incomoda. Con solo pararse a la entrada el olfato empieza a identificar las fragancias más exquisitas del mundo y el ojo se resiste a parpadear al ver los atrevidos diseños en trajes, zapatos, bolsos y toda clase de accesorios que lucen los famosos, las familias reales y uno que otro plebeyo adinerado. No en vano musculosos e intimidantes hombres se encargan de custodiar los costosos productos que allí se exhiben juzgando con su mirada a los que vamos en plan de «miranda».
Confieso que es exitante aunque sea intentar probarse uno de esos modelitos que solo le van a las esqueleticas mujeres que andan como hormigas de un lado a otro en el extenso edificio de siete pisos. Me he preguntado si ellas serán las modelos que suben a las pasarelas o simplemente soñadoras de oportunidades que se pasean a la espera de ser «pilladas» por uno de esos amos de la moda. Esa pregunta aun no ha tenido respuesta.
Yo también además de estar completamente extasiada de tener ante mis ojos lo más selecto de la alta costura mundial y las excéntricas ocurrencias de los capos de la moda, esperaba toparme por lo menos de reojo con alguno de esos Armani, Cavalli o Valentino, solo por tener una foto más que subir en el facebook. No fue así.
Después de soñar despierta con ese mundo del consumismo extremo y de volar con la imaginación a través de las pasarelas luciendo tantas y tantas cosas que no riman en lo absoluto con mi armario, unas campanadas me hicieron despertar de ese letargo para abrir el capítulo que se ha escrito en medio de hábitos y sotanas en la católica Italia.
Admito que no soy la mejor cristiana y que visitar el templo no siempre ha sido uno de mis hábitos dominicales obligatorios, pero encontrarse casi que en cada esquina con una iglesia de puertas siempre abiertas, hace cambiar un poco la rutina. En Italia la iglesia no solo se visita para saciar el hambre del espíritu, más bien para además de sentir la presencia divina, mirar y admirar las construcciones que no tienen menos de cinco siglos y que en realidad son verdaderos museos de arte por donde se les mire.
Confieso que seguiré frecuentándolas, que tal que una de esas visitas coincida con la fumarola blanca en la Catedral de San Pedro en el Vaticano. Por ahora cierro este capítulo a la espera del nuevo «Habemus Papa».
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